The father (2020) Teatrismo y/o cine

The father (2020)

Teatrismo y/o cine



Si bien el cine toma elementos del teatro para su composición, no debemos olvidar que el cine no es el teatro, bajo ningún aspecto. El cine, cuando es cine, permanece en su "carril", sin irrumpir en elementos narrativos de otras artes, en este caso de su más cercano hermano artístico: el teatro. Es decir el cine no puede volver absolutos en sí elementos de otras artes, para que no se mal entienda lo anterior.

Desde Griffith es que esta diferencia se hace presente: el cine como lenguaje propio en contraposición, que no oposición, histórica con el teatro. El cine opera desde la cámara y su multi-colocación, a diferencia del teatro y su primer y único plano observable al espectador. Las películas de Griffith no son las mismas que las de los Lumiere, o las de Méliès. Por una lado, con, y desde Griffith, tenemos lo que es el cine hasta nuestros días, y por el otro, con Méliès, teatro filmado, y realidad pura con los Lumiere; realismo mágico con Méliès y un pensamiento burgués meduseo con los Lumiere.

Lo anterior a muy grandes rasgos.

Con The father nos enfrentamos a una película que apela más hacia el teatro, lo teatral, que hacia el cine mismo. No al teatro filmado que quiere o trata de ser autoconciente como en Anna Karenina (2012), sino a un teatrismo agotado que, no sabiendo cómo ser cine, palidece con el pasar de los minutos.

Bien es sabido que la historia original de The father descansa sobre la obra teatral de Florian Zeller del mismo nombre; Florian Zeller, mismo que toma la silla de director para esta película.

La mano de Zeller como dramaturgo es más que notoria en el film: no hay puesta en escena, es decir nada importa salvo lo que los personajes dicen, los personajes se desplazan de punto "a" a punto "b" solo para seguir con la procesión de diálogos (desplazamientos cortos dentro de los mismos sets cortos), la cámara está puesta de forma plana de acuerdo a lo que se presenta en escena, es decir no hay movimiento y por lo tanto el despliegue técnico autoral es inexistente, cargando el peso de la película en las actuaciones y, repetimos, los diálogos.


Excepto por el reloj de Anthony, y por Anthony mismo, y quizás un poco por el cuadro de la hija de Anthony, todo lo demás dentro de la "composición de lugar" es reemplazable. Las habitaciones de los departamentos no cobran significado por sí mismas, están indiferenciadas una de las otras; ni las puertas o el agua de la tina o los utensilios de cocina o la ropa o las decoraciones dan vida al relato; están porque tienen que llenar el espacio.

Nunca terminamos de entender qué personaje es quién porque nunca se nos permite ver más allá de Anthony; medio entendemos por inducción, pero no porque la película sea, o quiera ser clara con nosotros.

The father juega con el espectador desde una aparente tercera persona que se entremezcla con la primera persona del personaje de Hopkins. Vemos el mundo como lo ve Anthony: accedemos a sus confusiones y desvaríos, pero sin salir de ellos; vemos con sus ojos y en parte sentimos como él siente. Sentimientos que terminan por caer en el golpe bajo: el asistente a The father sufre porque Anthony sufre, esto no sin dejar de lado la genial interpretación de Hopkins, quien no tiene culpa alguna de que el guión y la dirección lo obliguen a caer en el sentimentalismo; igual cumple de acuerdo a las exigencias teatrales de Zeller.

Repetimos: es una película completamente de diálogo y actuación. Y la actuación de Hopkins termina por levantar lo poco que Zeller tiene para ofrecernos dentro del séptimo arte.

Hopkins está encantador, y eso es innegociable.

El mayor error de The father es su indecisión por el género. En principio asistimos a un drama que luego toma forma de thriller para convertirse en una película de suspenso, y para finalmente decantar en un par de escenas melosas de época, refiriéndonos a nuestra época y sus exigencias y su falsa idea de creer que la sobre-exposición de los sentimientos hace al buen cine.

Hay un par de anclajes (simetrías) que recorren la hora y media: el reloj, el pollo y el té. Los segundos, diremos, y sin ir más lejos, totalmente ridículos, y que están, como todo en los sets, por estar, porque Anthony debe tener una comida tópica, y que como todo buen inglés debe beber té; el primero, el reloj, es utilizado de manera correcta: a Anthony le hace falta su reloj y a causa de esa falta es que tiene sus desvaríos y su falta de 'comprensión' del tiempo, de qué hora es; nosotros, por estar en sus zapatos, estamos en la misma confusión, y es por ello que la película se presta a esas simetrías de corte y continuo, a esas elipsis cardíacas. Ni Anthony ni nosotros tenemos noción del tiempo, y por ello es que el hilo conductor de la película se puede sobrellevar. Simbólicamente no hay con qué medir el tiempo. Ojo, que esto no quiere decir que sea correcto lo que Zeller hace con el espectador: jugar con él sin explicarle las reglas.

Lo que queremos decir es que debe existir un punto en el cual el espectador sepa diferenciar lo que es real de lo que no; un momento en el que se desprenda del protagonista para acceder a la visión total del mundo construido en pantalla. Así ocurre, por ejemplo, en The machinist (2004), en donde llega el momento en que nosotros terminamos por comprender qué es real y qué es lo que el personaje de Bale creía que veía, y a lo cual nosotros acompañamos. Vamos descubriendo la realidad junto con nuestro personaje y no nos quedamos a media carretera tratando de entender lo que no se nos ha mostrado, como ocurre en The father. Comparando con una película de su  mismo nivel  estético, la propia Memento (2000) de Nolan sigue esta convicción: la de que el espectador al final termine accediendo a algo que el protagonista no.

Vértigo (1958) es el ejemplo por excelencia: sabemos la "verdad" antes que el mismo Scottie. El espectador siempre debe estar en una posición superior a la de los personajes. Si se nos trata al parejo que a los personajes y la información que se nos da es mínima, entonces ocurren esos mal llamados "giros de tuerca", que tienden más hacia la ofensa arbitraria y salida fácil que hacia la sorpresa compuesta y trabajada desde el inicio de la película. Es decir, una vez que se re-ve Vértigo, se pueden observar los cabos que Hitchcock va dejando para esa llamada sorpresa final del juego/trampa de Gavin y Judith.

Así sabemos que el final en una película era inevitable, y no inimaginable.

The father es en esencia una película de encierro, que termina encerrándose a ella misma. Nunca vemos más allá de las paredes en las que se encuentra Hopkins. En ocasiones se ve por la ventana o se ve a la hija de Anthony caminando, sí, pero estas escenas no operan de forma directa. No hay contraposición entre el afuera y el adentro. Es una película de angustia, que juega con lo angosto y el propio encierro mental del protagonista, pero que para el final ha encerrado tanto al espectador, que cuando llegan los créditos se siente un alivio porque nos podemos soltar, que no desprender, pues el film no trabaja lo estrecho con nosotros.

Las películas de encierro tienen una finalidad: el salir, pero salir para cambiar; algo debe transformarse, ya sea en los personajes o en nosotros como espectadores.

Por citar ejemplos recientes: en Don't breathe (2016) Rocky sale de la casa para iniciar una nueva vida, no sin antes "haber dado a cambio" la vida de su novio y de su amigo; nosotros salimos también de la casa con (llamemoslo malamente así) el mensaje que Fede Álvarez trabajó en el film: la existencia del mal, en el personaje de Lang, y de la complejidad y oscuridad de un intercambio entre criminales: el hombre ciego y los jóvenes ladrones de casas, de entre quienes se encuentra Rocky.

En Buried (2010), que es una película totalmente de angustia (angosta), Conroy, nuestro héroe, es sacrificado por nosotros, para que nosotros salgamos aprendiendo algo que va más allá del encierro en un ataúd bajo tierra: las consecuencias civiles de las guerras e invasiones norteamericanas para ambos lados: los invadidos y los invasores. Rodrigo Cortés se evita el golpe bajo y antes de caer en sentimentalismos en los que ponga a Reynolds a llorar y a gritar o a hacer alguna de esas cosas de director afrancesado, Cortés conserva la serenidad del personaje hasta sus últimos momentos y últimas consecuencias, y antes de sepultar su propia película con golpes bajos, sepulta a Reynolds y torna la pantalla negra (diegeticamente, ademas).

En The father directamente pasamos al llanto, y bueno, todos lloramos a la par de Hopkins porque hay que ser muy desalmado para no llorar por un viejo con Alzheimer. 

La película termina, salimos de la sala y podemos continuar con nuestras vidas porque Zeller no nos ha invitado a nada más allá de la sensiblería que nos obliga a la compasión, eso sí, no sin antes habernos entregado la película más decente de esta camada de películas premiadas.


Escribe, Amisadai Domínguez.

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